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Todo vacío es ocupado cuando el Estado se retira

Análisis sociológico y político sobre el triple crimen de Florencio Varela y la lógica del narcotráfico.

El horror del filminazo: tres jóvenes torturadas y asesinadas, la brutalidad transmitida en redes y la identificación —y luego la captura— de presuntos miembros de una banda narco que operaba con relaciones transnacionales. El caso de Florencio Varela no es solo un hecho policial estremecedor: es una alarma sociológica y política. Revela qué pasa cuando el Estado deja vacíos —en protección social, en empleo digno, en presencia institucional— y esos vacíos son ocupados por organizaciones que ofrecen orden, ganancias y disciplina mediante la violencia. 

Lo ocurrido ha movilizado a la sociedad: protestas, demandas de justicia, y una discusión pública sobre la magnitud del fenómeno narco que ya no es solo “tránsito de drogas” sino control territorial, reclutamiento y castigo público. Las investigaciones y detenciones en esta causa muestran la dimensión organizada y la capacidad de esas redes para dejar mensajes de terror; es un fenómeno que exige leer la política pública más allá del hecho policial aislado. 

¿Por qué “todo vacío es ocupado”?

Desde la sociología podemos explicar el fenómeno con varias claves:

  1. Vacío institucional ≠ ausencia de orden, sino transferencia de poder. Cuando el Estado reduce su capacidad regulatoria, de protección y de prestación de servicios, no aparece el vacío del desorden absoluto: aparecen actores que llenan esa función —imponen reglas, cobran “protección”, proveen ingresos informales o ilegales— y con ello obtienen consentimiento forzado o resignado de sectores vulnerables.
  2. Economía de la exclusión. Mercados laborales estancados, precariedad y falta de oportunidades transforman a jóvenes (con baja escolaridad o sin empleo estable) en población susceptible de reclutamiento: la oferta narco compensa con dinero inmediato, estatus y pertenencia. Esa lógica se alimenta de desigualdad económica y falta de políticas activas de empleo.
  3. Erosión del capital social y control comunitario. Escuelas que no retienen ni acompañan, clubes y organizaciones comunitarias debilitadas, servicios de salud y cultura insuficientes: todo ello reduce los mecanismos de socialización positiva y deja niños y adolescentes sin redes que limiten o desvíen el acceso a estructuras criminales.
  4. Violencia como gobernanza paralela. Las organizaciones criminales no solo trafican mercancías; ejercen control territorial y simbólico: castigan, disciplinan y muestran poder públicamente —como ocurrió en el triple crimen— para sostener temor y obediencia.

Estas dinámicas no son meras teorías: organismos y estudios regionales advierten que el crimen organizado es hoy una de las principales amenazas para la gobernabilidad en América Latina y que su expansión se facilita donde el Estado es incapaz de ofrecer respuestas integradas. 

¿Qué tiene que ver el liberalismo/libertarismo con esto?

El debate ideológico sobre el rol del Estado no es abstracto: cuando las políticas públicas priorizan la reducción del gasto social, la privatización de servicios esenciales y la desregulación, la capacidad estatal para intervenir en territorios y vidas se reduce. El proyecto libertario extremo —que busca minimizar el Estado hasta su casi desaparición en algunas funciones— supone que los mercados y asociaciones privadas resolverán necesidades. La experiencia regional muestra que, si las desigualdades y la informalidad económica persisten, esa “salida del Estado” deja espacios que actores ilegales ocupan.

Hay estudios y análisis que asocian, a distintos niveles, la expansión de variantes de políticas neoliberales con un aumento de vulnerabilidades que alimentan a los grupos criminales: debilitamiento de políticas sociales, privatización (con desigual acceso) y menores inversiones en educación pública de calidad. El resultado práctico: más población sin alternativas legales de vida digna y menos capacidad estatal para frenar la violencia organizada. 

Consecuencias concretas.

  • Seguridad: Menos presencia estatal = impunidad y control territorial por parte de bandas. El ciudadano lo nota en mayor violencia, extorsiones, balaceras o “toques de queda” de facto en barrios.
  • Economía cotidiana: Una economía golpeada por la violencia reduce horarios comerciales, ahuyenta inversiones y encarece la seguridad privada. Estudios muestran pérdidas económicas directas por el aumento del delito, con impacto en empleo y consumo.  
  • Educación y salud: Escuelas que no reciben recursos ni programas de acompañamiento generan mayor deserción; la salud pública desbordada no alcanza a intervenir en prevención. Eso alimenta ciclos intergeneracionales de vulnerabilidad.
  • Democracia: El poder paralelo erosiona la confianza en instituciones; la gente vota con miedo o resignación, lo que abre terreno a respuestas autoritarias o a la corrupción.

¿Qué deberían hacer las políticas públicas?

El diagnóstico conduce a una política pública integral (no solo más policía):

  • Prevención y empleo: programas de inserción laboral juvenil, formación técnica orientada al mercado local y microcréditos acompañados de tutoría.
  • Presencia territorial del Estado: centros culturales, deportivos y de salud en barrios vulnerables, policía comunitaria con control civil y formación en derechos humanos.
  • Educación de calidad: programas de retención escolar, tutorías, vinculación escuela-empresa y apoyo psicológico.
  • Lucha contra el dinero ilegal: controles de lavado, cooperación internacional y políticas fiscales que desarticulen la rentabilidad del narco.
  • Coordinación interinstitucional: justicia, fuerzas de seguridad, trabajo social y comunidades organizadas trabajando juntos (la experiencia internacional y las recomendaciones de organismos multilaterales insisten en respuestas multidimensionales). 

El triple crimen de Florencio Varela sacude por su brutalidad, pero lo que está en juego no es solo la investigación judicial: es el mapa de decisiones públicas que hemos hecho durante décadas. Si aceptamos la narrativa de que el Estado debe adelgazar hasta desaparecer en funciones esenciales, corremos el riesgo de que otros —armados, violentos y organizados— ofrezcan el “orden” que la gente necesita: un orden impuesto por la intimidación y la muerte. La alternativa es cara y exige voluntad política: restituir presencia, generar trabajo real y reconstruir redes comunitarias. Eso sí es proteger las vidas y dignidad de las personas.

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