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La alumbrada santiagueña, un resplandor que vence al olvido

En el cementerio de la Vuelta de la Barranca, cada 1° de noviembre los vivos regresan a conversar con sus muertos. Cada velita encendida cuenta una historia: la de quienes partieron y la de quienes no se resignan a olvidarlos.

Por Omar Estanciero

Fotos: Fernando Ariaz

El camino hacia la Vuelta de la Barranca se vuelve cada vez más oscuro a medida que el sol se apaga detrás del río. Es 1° de noviembre y el aire fresco que viene de la vasta arboleda del Camino de la Costa anuncia que algo está por comenzar. A lo lejos, las luces temblorosas van dibujando el contorno del cementerio de este histórico pueblo que fue parte del antiguo Camino Real.

No es un velorio ni una misa: es la “alumbrada”, ese antiguo ritual santiagueño donde los vivos regresan a compartir la noche con sus muertos. Llego con el grabador en el bolsillo y la sensación de que estoy a punto de entrar a un mundo donde la frontera entre lo terrenal y lo sagrado se vuelve apenas un resplandor.

Adentro, el cementerio vibra. Lo que en cualquier otro lugar sería un silencio solemne aquí se transforma en una reunión de pueblo. Hay mucha gente dispersa y los murmullos se mezclan con el crepitar de las velas y los aromas que despiden las flores.

Hay familias enteras sentadas frente a los nichos, algunas con reposeras, otras sobre mantas, como si hubieran salido a un picnic de noche.

Una abuela reparte unos sanguchitos, un nieto enciende una vela, un hombre brinda con un vaso de vino frente a una cruz. No hay llantos. Hay conversaciones, me acerco para escuchar de qué hablan y parecen anécdotas. También se escuchan risas que parecen venir de los panteones casi derruidos. Y por momentos no sé si los vivos hablan de los muertos o si son los muertos los que, desde la penumbra, conversan con ellos.

He venido a alumbrar a mis abuelos que me han criado. Me han educado y dado todo lo mejor y estoy agradecido por esa infancia feliz que he tenido con ellos”, cuenta Ramón a El Librepensador, como parte de una gratitud eterna, y por eso viene a pedir que sus ancestros iluminen siempre a su familia terrenal.

Afuera, la escena no es menos viva. Los vendedores ambulantes ofrecen todo tipo de comidas: choripán, bebidas, flores, rosarios. La luz de los faroles y las velas le dan al lugar una tonalidad entre festiva y sobrenatural, como si el duelo se transformara por una noche en celebración.

Por momentos no sé si los vivos hablan de los muertos o si son los muertos los que, desde la penumbra, hablan con ellos.

 

Un cementerio lleno de vida…

Dicen que para esta fecha los que viven lejos de Santiago vuelven al pago para “alumbrar” a los suyos. Regresan no solo a encender una vela, sino a reanudar un diálogo que nunca se corta: el de la memoria familiar, el de los afectos que persisten más allá del tiempo.

Unos 10 kilómetros más hacia el sur están los cementerios de los pueblos Manogasta y Tuama, donde también muchas familias se llegan para rezar a sus deudos. Muchas lápidas, algunas de más de 100 años de antigüedad, tienen su velita prendida.

Mientras anoto estas impresiones, me invade un sentimiento de asombro y respeto. Nunca había visto un cementerio tan lleno de vida. Cuando me alejo, miro hacia atrás y el cementerio sigue encendido. Las velas no dejan de parpadear. Entiendo entonces que esta alumbrada no es solo una costumbre: es una forma de vencer al olvido.

Vine a estar cerca del almita de mi abuela. Para mí prenderle una velita no solo para esta fecha, sino en cualquier otro momento que puedo venir, es sentirla presente siempre”, dice Noelia.

Cada familia, cada fuego, sostiene la presencia de quienes ya no están. Y pienso que en Santiago la muerte se acompaña con comida, bebidas, risas y algunas promesas. Aquí, hasta el silencio tiene alma y la noche, por unas horas, se vuelve un refugio de luz.

Siento que cada llama encendida cuenta una historia: la de quienes partieron y la de quienes no se resignan a olvidarlos. Pienso que aquí, muy cerquita del Río Dulce, la muerte no tiene la última palabra, sino que se vuelve un motivo de encuentro, un gesto de amor repetido año tras año en cada 1 de noviembre, una evocación, un lenguaje secreto que solo los santiagueños parecen entender del todo.

Texto y entrevistas: Omar Estanciero.

Fotos: Fernando Roger Ariaz.

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