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Las desventuras de un capitán y una mestiza que desafiaron la moral colonial con un amor prohibido

El amor libre era considerado un grave delito durante la época colonial de Santiago. Un capitán español, cuya estirpe aún prevalece en Santiago, se enamoró de una mestiza y formaron una pareja de la que nació un niño. Fueron llevados a juicio.

En 1728 se ventiló en el cabildo santiagueño uno de los tantos juicios en los que se calificaba como delito al amor no consagrado por la Iglesia Católica, según una historia rescatada de los documentos coloniales por Andrés Figueroa (*), quien fue fundador del Archivo Histórico de la Provincia.

 

Todo comenzó cuando, en ese Año del Señor, al capitán Andrés Bravo de Zamora se le encomendó los oficios de campaña en el río de Los Lazartes, jurisdicción del Tucumán, y conoció a la mestiza Josepha Rivadeneyra, de la que se enamoró rápidamente.

 

Por temor a ser perseguido por la Real Justicia si llegaba a sus oídos su aventura amorosa, se instaló con Josepha en cercanías de la aldea que era entonces Santiago. Aquí vivieron pacíficamente y tuvieron un hijo, definido como “cuarterón”, de acuerdo a las calificaciones de mestizaje de la época.

 

Pero el brazo largo de la justicia no tardaría en llegar. El alcalde primer voto, Antonio de Olleta y Erbiti, que ejercía las funciones de juez, ordenó al capitán Cosme Carrizo que capturara a los “delincuentes”, porque conformar ese tipo de parejas por fuera del sagrado matrimonio cristiano se consideraba un delito, aunque fuese muy común durante el período de Conquista.

 

Carrizo rápidamente los llevó ante la presencia del alcalde, quien mandó a encerrar en la cárcel pública al acusado, mientras que a su compañera la dejó al cuidado de doña Ana de Lascano, a quien se definió como una “señora de calificada virtud, calidad y nobleza de esta ciudad”. Esa dama era esposa del general y teniente de gobernador Juan Ángel Pérez de Assiain, y precisamente suegra del alcalde de primer voto Olleta y Erbiti, que estaba casado con su hija María Antonia.

Pero, Bravo de Zamora logró huir de las mazmorras y se refugió “en sagrado”, en el colegio de la Compañía de los padres Jesuitas, “de donde no era fácil sacarlo sin largos y enojosos trámites, dado que la jurisdicción eclesiástica y civil se mantenían por lo general a raya”, consideró Figueroa. Hoy sabemos que ese solar se encontraba en la actual ubicación del templo de Santo Domingo, en Urquiza y 25 de Mayo.

 

“Los jesuitas no habían de desperdiciar la ocasión de atraer al buen camino a un pecador, y lo sometieron a una tanda de ejercicios espirituales que dejaron al galán como nuevo”, haciéndolo presentar luego un escrito exculpatorio de la fuga, señala -no sin ironía- Figueroa.

 

En ese documento sostenía Bravo de Zamora que, mientras se encontraba preso en la cárcel pública “por justos motivos”, un mulato llamado Arroyo, que compartía su celda, se fugó una noche -mientras él dormía- por un agujero en el techo, por donde tiempo atrás había escapado otro reo identificado como Thomas. Pero, cuando su compañero se trepó, volteó sin querer un pedazo de teja que le cayó encima y lo despertó, por lo que “temeroso de que se me argüiese de cómplice en la fuga y la Real Justicia me castigase y molestase, me fui tras él haciendo también fuga”.

 

Así, indicó que se había refugiado en los jesuitas, pero, después de mucho reflexionar, había resuelto ponerse a disposición de la Real Justicia “para que me dé la sentencia, y castigo que fuere servido, por el yerro que cometí”. De todos modos, apeló a la misericordia del alcalde y subrayó que, aun pudiéndose escapar de la Justicia otra vez, había preferido no hacerlo, por encontrarse arrepentido de sus actos y esperar “satisfacción pública” con su escarmiento.

 

Bravo de Zamora se entregó a la justicia y el alcalde de primer voto dictó una curiosa sentencia donde valoraba su arrepentimiento y los ejercicios de virtud que había mantenido con los jesuitas, por lo cual se presentó y humilló ante la autoridad. En conclusión, Olleta y Erbiti lo absolvió y ordenó que fuera puesto en libertad. Nada inusual para la justicia colonial, que mandaba a azotar en público a la casta inferior -sobre todo negras y mulatas-, mientras que se mostraba magnánima con los deslices de los españoles o criollos influyentes.

Con todo, el alcalde le advirtió a Bravo Zamora que si cometía el mismo traspié moral por segunda vez, “en este o semejante delito, será severamente castigado con más, condenándole en diez años de destierro al real presidio de Balbuena frontera de Esteco. Lo cual se guardará y cumplirá por qualquier juez que se allare en cargo de mi vara, o cualquiera que con el susodicho ejercicio apreendiera, atendiendo el grave delito de escándalo público”.

 

Para Josepha de Rivadeneyra ordenó el alcalde que continuara un año al servicio de su suegra, Ana de Lascano, y, en caso de reincidir, que sea severamente castigada, al tenor de pública ramera, desterrándola de patria, casa y provincia, y así mesmo el hijo que tiene de tierna edad, lo alimente, crie y eduque enseñándole la Doctrina Cristiana y buenas costumbres devidas, y que en ello no tenga intervención alguna su Padre para obiar ocasión próxima, y ni que por este medio tenga obtenga ocasión de adquirirlo”.

 

*El artículo de Andrés Figueroa puede encontrarse en el tomo II del Nº3 de la Revista del Archivo Histórico, de 1924.     

 

 

 

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