Cultura

Jorge Rosenberg: lo asombroso en el mundo

Cada nuevo zoco ha sido siempre una celebración, una alegría, una sucesión de sonrisas, línea tras línea. El recuerdo de Pablo Tasso, sobre el escritor santiagueño.

*Por Pablo Tasso

 

En un equilibrio bastante justo de las cosas, la literatura ocupaba en Jorge un lugar principal. Sus hijas, sus amigos y amigas, sus animales, eran también cuestiones principalísimas. Pero podría seguir siempre abriendo hacia adentro de estas categorías: sus amores cuando fueron, su padre y su madre, la señora que se cruzaba en el mercado, los animales en general: los huacos, las gallinas… Entregaba palabras, y su literatura, por lo tanto, a lo que estuvo vivo mientras él estaba así para mirarlos. Sus últimas ideas las resumo en la palabra asombro, qué es lo que dijo sentía cuando ya faltaba casi nada, asombro de la percepción de la fiebre y la batalla de células también y a las que con valentía se dedicó a sentir, como tomando notas para un último zoco. Él, en los últimos meses, acomodó sus papeles y dejó preparados Donosura, su zoco ocho, un nuevo volumen de Anotes, a la vez que revisó su poesía para otro libro más. Sabemos que estará mucho tiempo en la memoria de esta ciudad, que tanto se ha confundido con el distante mediterráneo, donde quizá también estará. Todos recordamos cuando decía que en cierta época él había estado de moda. Intuyo que la broma final es que en realidad, como se dice en el pueblo, es que el inventó la moda o la cambió para siempre. Me pidió que escribiera unas palabras para Donosura, y son estas. Las abrazo Noga, Mora y Ana, nietas y nietos, amigas y amigos de él. Qué belleza de señor hemos tenido.

Prólogo a Donosura, Soco VIII

Cada nuevo zoco ha sido siempre una celebración, una alegría, una sucesión de sonrisas, línea tras línea.

Lo vi nacer en aquellas salas del diario, en unos años que me parecen calurosos. Recordaré siempre esa redacción en que la realidad se miraba con literatura, pero sobre todo, en el que la literatura volvió a hacerse con la realidad. También puede considerarse que, más que un nacimiento, fue una de esas metamorfosis imperceptibles, que solo al regresar sobre de ellas se pueden apreciar. En aquel entonces, Jorge era un poeta de versos ya imborrables, pero se convirtió en otra cosa. No se volvió escarabajo como en el cuento de Kafka, pero sí, misteriosamente, se transformó en un miembro de la familia Samsa, más precisamente, en Victoriano. Y con ese nombre por camuflage, se adjudicó pequeñas frases que muchas veces serían lo mejor del diario. Nunca podremos olvidarlas, como aquella en cierta navidad de cabras flacas escribió: Papá Noel ya no regala, pide.

En esos años el poeta pareció desafiarse con el medio, con la ciudad abierta ante el tabloide. Una muchedumbre fue convocada a su mesa y de su casa empezó a salir un cronista a vivir con una lapicera bajo el brazo. Fue produciéndose esa ceremonia de autocreación que bien le conocemos al coyuyo. De repente, Victoriano Samsa desenrrolló unas alas en forma de páginas dobladas al medio y de golpe ahí estaba ahí, radiante y luminoso, el zoco de la buri buri. Y con él, de un día y para el otro, las calles patas para arriba, las veredas puestas del revés, lo normal al borde del ridículo, algunas pepitas soleadas hechas de rostros de mujer o de vecino clave, y ese humor tan hermoso, tan hermoso que resiste el olvido.

Muchas veces, el autor nos ha hablado de lo que el zoco hizo con él, tarde tras tarde. Hay quienes creen que incluso éste le ha ocupado demasiado y que muchos versos se habrían perdido en su escritorio por culpa de él. Y también sabemos la respuesta del autor: mi poesía goza de buena salud.

Samuel Schkolnik, que prologó el primero de la larga zaga de zocos, hace ya casi treinta años, nos dejó señalada la cuestión de la mirada, la capacidad ver lo que para otros no es visible. No vinculó esta habilidad con la poesía, sino con algo aparentemente menos claro, o menos convencional: cierta forma de humanidad. En palabras de Schkolnik, habría quienes no “giran exactamente sobre sí mismos”. Al menos no, como se supone hacen las “personas bien centradas”. Habría unos que “viven ligeramente corridos respecto de su propio eje”. Y que, si prestamos atención, no sería difícil notar que es gente que se mueve “con efecto”. Pero ¿qué sería eso de moverse con efecto? Al menos nos advirtió que se trata de gente que “nunca sabremos para dónde saldrán”.

No quiero dejar de subrayar que, literalmente, Schkolnik decía eso del zoco, por lo que podemos considerar que todo él constituía una salida inesperada. Unos años después, y en ocasión de su antología, Marta Terrera rescató el sentido de la expresión del título en palabras de Jorge. Si fuera posible, una definición de zoco de la buri buri, sería lo que te chasqueó. Me gusta la idea de Marta de que el autor nos estaría regalando varios chascos, por ejemplo, el de “la pose del intelectual”. Como si evitara el camino del que habla desde un saber, para abrazar otro rumbo que sería el de andar con la emoción chasqueada, desde una suerte de estado de asombro a la espera de lo menos esperado, pero con un pequeño talismán de palabras de mucho buri buri, pan con suri, etcétera, y por si ya no fuera suficiente, de buchi con sal.

¿Habría una emoción más difícil de describir que la del chasco? ¿Habría un punto menos estable para apoyar una narración y una poética? ¿Habría algo más inquietante que la memoria urbana de este mudra inextricable que termina con la inflicción autónoma de un sopapo en el cogote? No tantas veces un título resume tan acabadamente un proyecto, mucho más raro es que además sea este tan incomprensible.

Todo tiene otra vuelta en el caso este del zoco. En vez de construir personajes literarios, los saca de la ciudad, sin más licencias que la complicidad del lector que los conoce o los sabe de carne y hueso, y correctamente representados, en una suerte de hiperrealidad que desafía de la teoría literaria. No cometen actos incomprobables ni misteriosos, sino que se limitan a ser parte de circunstancias increíbles, absurdas, líricas, risibles. Pero no es crónica, ni historia, ni miscelánea periodística el zoco, pero tampoco cuento ni novela ni memoria personal. Pero de todo eso tiene algunas dosis.

Por otra parte, bien sabemos aquí que cada publicación de un nuevo volumen del zoco es la ampliación de un libro consagrado, y aunque de ello nadie se sorprende, bien pudiera ser materia de nuestro asombro. Sabemos que fue una novedad, pero para un ambiente de la literatura santiagueña el de los noventa, que ya no existe. Marta Terrera dijo que el zoco era un género. El autor mismo, siempre lo trató como algo vivo, demandante a veces, otras, escurridizo. El mismo problema tenemos sus lectores, que sin saber donde termina el zoco hemos terminado por decirle así a Jorge, cómo si fuera él esa casa de palabras que llamamos zoco.

Michel Foucault, en su conferencia titulada qué es un autor,  argumentaba que hay un tipo especial de autor que es algo más que el autor de un libro. Sería el caso del creador de una teoría, o de una disciplina, y estaría algo así como un peldaño arriba de otros tipos de autoría. Y esto es porque, misteriosamente, dejan abierto un campo de escritura, y apelando a ciertas reiteraciones o analogías logran una construcción indefinida. Como que establecen la posibilidad, pero también las reglas de la formación de nuevos textos. No es muy claro por qué, pero tienen una fuerza de autocreación primero, su autor hace el papel de medium, pero luego se transforman en fenómenos que  atraen como los cuerpos celestes, incluso llegan a formar uno que otro sistema a su alrededor.

A las mismas conclusiones llegó Harold Bloom cuando escribió su versión del canon de la literatura occidental. Habría algunos autores y textos que ocupan un lugar particular en su época para sus lectores, pero cuyo poder de existencia se materializaría sobre todo en los textos que le siguen, en las influencias. Si Foucault creía que una forma de identificar a estos que nos legan un género -como la novela negra o el cuento de terror o una disciplina como el psicoanálisis-, consiste en advertir que suele llamárseles, fundadores. Bloom, en cambio cree que la forma de identificarlos es por sus seguidores, atentos a como influyen, a cómo a veces sin saberlo se los imita.

Ante este zoco ocho seamos honestos y conjuguemos juntos, yo zoquio, tu zoquias, nosotros zoquiamos. Quien no sintió el deseo de agarrar la ciudad, una mera esquina, y de repente caminar sin rumbo detrás de ser autores de una frase del zoco. Una que justifique el introito con la esperanza de un final inesperado que nos deje extraviados y a la vez felices. Aquél lugar que tuvieron Jorge Washington o Clementina, hace unos años lo ocupa el zoco, en eso que llaman las nuevas generaciones. Desde un cierto aleph de pipas increíbles, desde una casa que llama verdadera, en los inmigrantes, una manera de decir le hizo un coto a las letras santiagueñas. Qué se la va a hacer. Un arte de papel y lápiz: Donosura, zoco ocho, sale del escritorio de la calle Austria, donde vive con Mora y los perros llamados Rubí, Manchita, Blanquita, y el inefable Sancho Beatriz. A espaldas del pasaje Chasqui.

Donosura

(tomado del Soco VIII)

Iba caminando y me he dado vuelta como que el de pronto recuerda. Algunos pensamientos ocurren cuando uno menos piensa y mucho cuesta desembarazarse de ellos. Esta vez me ha tocado la delicada memoria de una imagen, volvíamos con Eduardo (un amigo de ausencia irreparable) de un asadito tupi tupi en la localidad de San Esteban, panza llena y corazones contentos y a la vez colmados de celebridades por el Camino de la Costa. Ya se disparaba desde el horizonte el color granada del atardecer refractándose sobre la cresta del fachinal ralo ralo de las afueras de la ciudad. Horas antes habíamos compuesto una coplita que con el tiempo no tuvo éxito ni repercusión en la poesía del norte Argentino, estimo yo por que no tuvo la suficiente difusión o tal vez porque la palabra auto es inaceptable o impropia en la tradicional copla noroestina. Dice:

Vienen sonando hace rato

camino de San Esteban

dos botellas en el auto

si parece primavera.

Cuando de pronto se nos apareció de frente aquella mujer por un costado del camino, tremendamente bella y sumamente encantadora, su piel color berenjena, su cabello negro y frisado en cascada sobre sus hombros. Sus ojos reflejaban un color topacio con la luz, era su andar un desliz de corzuela, una princesa bizantina por el Camino de la Costa.

Al asombro nos devino una fuerte emoción, la que a la vez se confundió con una postración crepuscular. Una mujer santiagueña demasiado bella para nuestros sentidos. Nos quedamos sorprendidos y admirados simultáneamente. Vamos a zarandear un poco el espíritu, hagamos marcha atrás, le dije a mi copiloto. ¡Es la mujer más hermosa del mundo! Cosa que el asintió con un movimiento de cabeza y frunciendo el ceño, no no no, se corrigió, de seguro se trata de un hada en el Camino de la Costa, resultante de influjos celestes del viejo Río Dulce, no no no hagas marcha atrás, seguramente ya no está, agrego. En efecto, miré por el espejo retrovisor y ya no estaba, se había volado en la última luz de ese atardecer hacia un cielo despejado, claro, de una ciudad de ciegos.

SOBRE EL AUTOR

PABLO TASSO es investigador, historiógrafo, educador. Es maestro en Estudios Latinoamericanos por la UNAM y doctor en Historiografía por la UAM. Experto en temas de derechos humanos, formación de sujetos y epistemología de la conciencia histórica. Fue además coordinador de Posgrado de la EIE de la UNSE.

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