De conquistadores a libertador: la diferencia que hizo historia
Alejandro soñaba con imperios, Aníbal con venganzas, Napoleón con coronas y San Martín con un continente libre.

Por Roberto Arnaiz
Alejandro Magno, Aníbal Barca, Napoleón Bonaparte. Tres nombres que todavía hacen temblar las páginas de la historia. Y un cuarto que, a primera vista, parece jugar en la misma liga, pero en realidad pertenece a otro campeonato: José de San Martín. Los cuatro cruzaron montañas que parecían imposibles. Pero mientras tres buscaban grabar sus nombres en el mármol de la eternidad, el cuarto cargaba algo mucho más incómodo y pesado: un ideal.
Alejandro cruzó el Hindú Kush en el 329 a.C., con un ejército endurecido por las campañas en Asia. El aire helado cortaba la piel, el olor metálico de la nieve se mezclaba con el sudor, y las mulas resbalaban sobre el hielo. No cruzaba para liberar a nadie, sino para sumar Persia y más allá a su mapa personal de gloria. Creía ser Aquiles reencarnado, y cada ciudad conquistada era un nuevo canto en su epopeya privada.
Aníbal, hijo de Amílcar Barca, juró ante su padre odiar a Roma hasta la muerte. En el 218 a.C. cruzó los Alpes con elefantes, soldados cartagineses y mercenarios de toda especie. Nieve hasta las rodillas, frío que quebraba lanzas, emboscadas en pasos estrechos donde el viento rugía como un animal. No lo movía la libertad de los pueblos que atravesaba, sino la venganza. Cada paso era un golpe directo al corazón de Roma.
Napoleón Bonaparte cruzó los Alpes en mayo de 1800, rumbo a Marengo. Un cruce calculado, vistoso, retratado por David como si el corso fuera un héroe de leyenda. No lo movía la emancipación de naciones oprimidas, sino la expansión de un imperio que llevaba su nombre y su código. Sabía que, al otro lado, no lo esperaban pueblos libres, sino súbditos nuevos para Francia.
Y entonces, San Martín. 1817. El cruce de los Andes. No llevaba elefantes ni pintores oficiales. Sus hombres eran campesinos, afrodescendientes, gauchos, soldados de frontera. El frío no era para la épica: era un enemigo más. El aire de altura cortaba la respiración, las botas empapadas crujían al congelarse, la pólvora debía secarse con el calor del cuerpo. A la espalda, una patria en formación; adelante, pueblos encadenados.
La diferencia no estaba en la montaña, sino en el propósito:
Alejandro sumaba ciudades a su imperio. San Martín las devolvía a sus pueblos.
Aníbal buscaba venganza. San Martín buscaba unión.
Napoleón se coronaba a sí mismo. San Martín renunciaba a la corona antes de que se la ofrecieran.
Los tres primeros buscaban consolidar su nombre; el último, borrarse del mapa si eso garantizaba la libertad. Y vaya si lo hizo: cuando la misión estuvo cumplida, se retiró en silencio, dejando que otros se disputaran la gloria.
Alejandro murió joven, en Babilonia, con un imperio demasiado grande para durar. Aníbal terminó envenenándose para no caer prisionero de Roma. Napoleón murió en Santa Elena, mirando un horizonte que no podía conquistar. San Martín murió en Boulogne-sur-Mer, pobre, exiliado, olvidado por muchos, pero con la certeza íntima de no haber traicionado su causa.
Si hoy seguimos hablando de “Patria Grande”, es porque hubo un hombre que la imaginó cruzando cordilleras, no desfilando por palacios. San Martín no soñaba con ser dueño de América: soñaba con que América no tuviera dueños.
Las montañas más altas no están hechas de piedra y nieve. Están hechas de egoísmos, divisiones y mezquindades. Y cruzarlas, como lo hizo San Martín, no garantiza la gloria… pero sí la libertad. El problema es que, dos siglos después, seguimos acampando en la base, discutiendo quién va primero.
Hoy las montañas son otras, pero siguen esperando que alguien las cruce. Porque liberar es fácil de decir. Lo difícil… es hacerlo y después irse.