Barrios alterados por ola de robos que desata paranoia en los vecinos
El incremento de los hechos de inseguridad en la Capital trajo aparejada una especie de persecución sobre trabajadores que se ganan la vida con changas y vendedores ambulantes. Una tendencia preocupante.
En los barrios de cierta clase media y media baja de Santiago del Estero se registra desde hace varios meses una especie de paranoia contra trabajadores informales que se ganan la vida con changas y sobre vendedores ambulantes, a quienes automáticamente se tilda de “sospechosos” y se pide la intervención policial.
En estos barrios se incrementó de manera notoria la cantidad de delitos contra la propiedad privada, sobre todo robos y hurtos, que movilizaron a algunos vecinos a pedir mayor seguridad policial e incluso a reactivar comisiones vecinales para peticionar ante las autoridades.
Pero, pese a un incremento del patrullaje policial e incluso la contratación de seguridad privada, los ilícitos continúan.
Desde hace tiempo, con la creación de grupos de Wathsapp de alerta vecinal, se dio una explosión de señalamientos de trabajadores informales y vendedores ambulantes, a los que se tilda como sospechosos sin mayor fundamento. Y son constantes los pedidos a la policía para que identifique e interrogue a esos transeúntes, que más bien parecen apuntados por su condición social que por alguna conducta que realmente merezca su control. Por su aspecto o “portación de cara”, como despectivamente se acostumbra.
Vendedores ambulantes y “buscavidas” que ofrecen trabajos se convirtieron en enemigos de estos vecinos atemorizados que retroalimentan sus prejuicios, al exigir presencia policial ante la mera presencia de alguien “que no pertenece al barrio”. No se distingue ninguna conducta sospechosa que pueda llevar a inferir que están por cometer un delito, sino que simplemente por ingresar a su zona ya se convierten en blanco. Las centrales de monitoreo de cámaras de la policía reciben numerosas denuncias de ese tipo a diario.
Tiempo atrás hubo un clamor para evitar que los carros tirados a caballo no ingresaran a estos barrios, porque sin pruebas verosímiles acusaban a sus conductores de acechar las casas. Incluso, en alguno de estos barrios se planteó la iniciativa de cerrarlos completamente con rejas, como si fueran un country, olvidando que se trata de viviendas del IPVU y que semejante obra sería millonaria.
En esas discusiones virtuales no faltaron los epítetos racistas y hasta el llamado a las armas, como si esto no generara consecuencias desgraciadas.
Episodios de esta paranoia se suscitan a diario. Desde unos misioneros de la Iglesia Testigos de Jehová que cometieron el pecado de preguntar si en las casas había niños, con el objeto de dejarles literatura, cuyo itinerario fue seguido por cuadras hasta que la policía los interceptó y se aclaró que no pretendían secuestrar a nadie.
Pero también algún empleado de comercio que se sentó a esperar que el negocio abriera en una plaza y le sacaron foto como “sospechoso” y poco faltó para que la policía lo interrogara, si no fuera porque su patrona lo reconoció y aclaró la situación. O los familiares que llegaron de visita a una vivienda en la que no estaban sus dueños y fueron salvados de una requisa policial por la intervención de sus anfitriones.
Todo el tiempo prodigan denuncias contra cortadores de pasto, carritos que llevan la basura, mendigos, vendedores, o todo aquel que “sea de afuera”. Por más que lleven herramientas en las manos. Estos trabajadores padecen la vigilancia y el acoso de “la gente de bien” de estos barrios, que muchas veces es noticia por otra clase de delitos tan o más graves.
Por supuesto que hay pequeños robos y hasta asaltos más audaces cometidos mientras los propietarios dormían, pero ese terror creciente se convirtió en paranoia constante, donde cualquiera puede convertirse en blanco de las sospechas.
Esto no es un fenómeno aislado. Ya el sociólogo Zigmunt Bauman, autor de la Modernidad Líquida, advierte ese fenómeno de comunidades contra el otro, visto como una amenaza y un enemigo, que esconde el temor y el individualismo. Por eso describe un crecimiento de la tendencia a las casas fortificadas y los barrios cerrados, para mantener alejados a los otros, sobre todo si son de clases sociales bajas.