El rol de las mujeres en la estrategia sanmartiniana de inteligencia
El historiador Roberto Arnaiz revela cómo San Martin organizó una red de espionaje en Mendoza antes del cruce de los Andes, apoyada en mujeres que, desde la sombra, infiltraron al enemigo y manipularon sus decisiones sin pedir reconocimientos ni medallas.

*Por Roberto Arnaiz
Antes del cruce de los Andes, antes de la gloria, antes de que el bronce convirtiera la gesta en estatua, hubo un murmullo. No venía de los clarines ni de los partes de guerra. Venía de una mujer que caminaba entre el barro, con una carta oculta en la pollera y la patria latiéndole entre los dientes. Era el principio de la Guerra de Zapa, y nadie lo sabía. Pero la guerra ya había empezado.
Tras la derrota patriota en Rancagua, en 1814, San Martín comprendió que antes de cruzar la cordillera, tenía que cruzar la mente del enemigo. En Mendoza organizó una red de espionaje que haría sonrojar a cualquier servicio moderno. Casa por casa, mujer por mujer, tejió un ejército que no desfilaba, pero que era letal.
“El arte supremo de la guerra es someter al enemigo sin luchar”, decía Sun Tzu. San Martín lo entendió mejor que nadie. Usó tinta de limón para escribir mensajes invisibles, códigos numéricos que ardían al calor de una vela, y dos sistemas: el celular, con pequeños grupos aislados que operaban en casas seguras y no sabían unos de otros, para que si caía uno, los demás sobrevivieran; y el radial, con espías que vigilaban zonas clave como la cuesta de Chacabuco. Agentes como Antonio Astete —seudónimo de Juan Pablo Ramírez— enviaban información precisa, milimétrica, sobre cada ruta, cada cañada, cada curva.
Pero las que movían el tablero no vestían uniforme. Vestían de criadas, de viudas, de damas de salón. Eran las mujeres que jugaban con fuego en nombre de la patria.
La más audaz fue “Chingolito”, una espía que logró infiltrarse en el círculo íntimo del gobernador realista de Chile, Casimiro Marcó del Pont, y convertirse en su amante. Dormía en su cama. Le acariciaba el pecho. Y mientras él soñaba con la victoria, ella le susurraba derrotas disfrazadas de consejos. Le pasaba informes falsos redactados por San Martín. Y él los creía. Porque el amor, cuando no es verdadero, también puede ser un arma.

“No me tiembla la mano al mentirle al enemigo si con eso salvo cien patriotas.”
Eso no lo dijo nadie en voz alta, pero lo pensaron muchas. Como Mercedes Sánchez, Eulalia Calderón, Carmen Ureta, condecorada por el gobierno chileno, y tantas más sin nombre.
Como Agueda de Monasterio, que fue torturada hasta la muerte por el Tribunal de Vigilancia español. No le permitieron a su familia enterrarla. Porque el enemigo no teme al grito: teme al susurro que lo corroe desde adentro.
Marcó del Pont empezó a desconfiar de todo. Hasta de su sombra. Y ahí, en esa paranoia, San Martín ya había ganado la mitad de la guerra. Cuando cruzó los Andes, no lo hizo a ciegas. Lo hizo con los ojos prestados de esas mujeres. Cada curva estaba estudiada. Cada decisión enemiga, manipulada. La batalla se ganó antes de pelearla.
Y cuando todo terminó, ellas no pidieron nada. No buscaban medallas. No fueron a los actos. No firmaron tratados. Volvieron a sus casas —las que sobrevivieron—, o se perdieron para siempre en el silencio.
No fueron invisibles. Fueron silenciadas.
Pero la historia verdadera, la que se lleva en el pecho como un secreto que arde, todavía las escucha.
Si alguna vez ves a una mujer caminar sola, con la cabeza en alto y los labios sellados, quizás lleva una carta invisible. Quizás sigue luchando la misma guerra. Quizás es una de ellas.

*Roberto Arnaiz Escritor e Historiador, autor de más de 30 libros. Es un experto en estrategia y organización, coronel retirado del Ejército Argentino, y apasionado investigador de la historia. Con una trayectoria única que combina su experiencia militar con su amor por la investigación histórica, es autor de numerosos libros y se dedica a conectar el pasado con el futuro. Sus escritos se pueden leer en el sitio: https://www.robertoarnaiz.com/